Sobre el combate de las creencias falsas en el aula

Publicado

De nuestro colaborador Roger Corcho

Este escrito recoge parte de una charla impartida en Santander el 18 de abril de 2012, pero sobre todo se hace eco de infinidad de discusiones con mi padre.

No se puede confundir tolerancia  con ausencia de crítica.

Sobre el combate de las creencias falsas en el aulaEn las aulas circulan innumerables ideas, e inevitablemente habrá ideas falsas junto a otras verdaderas. Sobre las creencias verdaderas no hay discusión: son buenas, beneficiosas, y constituyen el sendero para el progreso humano.  ¿Pero qué hay que hacer con las creencias falsas? ¿Cómo hay que gestionarlas?

Si se define la escuela como un templo de la verdad –de la misma manera que se construyen templos dedicados a “quimeras perjudiciales”- , en ese caso los profesores deberían actuar como filtros que acorralaran y dejaran a la intemperie las creencias falsas. Esta solución no es, sin embargo, tan sencilla de aplicar.

Uno de los pilares de la democracia es la libertad de expresión. John Stuart Mill defendió este derecho en su libro Sobre la libertad, donde se puede encontrar este fragmento clásico:

«Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma  lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad…”

El único límite al ejercicio de la libertad de expresión se encuentra según Mill en la difamación, en la agresión gratuita del otro. Aunque este límite entraña problemas, la idea fundamental es clara: se puede afirmar lo que se quiera, pero sin perjudicar gratuitamente a los demás.

La libertad de expresar cualquier idea, ya sea esta verdadera o falsa, es uno de los pilares de la democracia, y uno de los principios que debe regir en cualquier institución democrática.

Mill añade una interesante continuación a su reflexión, explicando lo que ocurre cuando se prohíbe o censura una idea. Según afirma, las consecuencias son siempre negativas:

“Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si es errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.

Mill piensa que las creencias falsas son útiles en tanto que “la colisión con el error” produce una “más clara percepción y la impresión más viva de la verdad”.  Por tanto, prohibir creencias supone siempre una pérdida: si es verdadera por razones obvias, y si es falsa, porque su manifestación ayuda a que las creencias verdaderas brillen con más intensidad. Mill no identifica libertad de expresión con tolerancia con las ideas falsas, sino conflicto, o como digo yo, crítica.

¿De qué creencias estamos hablando?  Sirva este ejemplo entre la infinidad de creencias falsas: es frecuente que se critique a las empresas farmacéuticas a la vez que se alaban los productos naturales u homeopáticos. Como ramificaciones que se extienden hasta el infinito, encontramos seguidamente a los que rechazan los pesticidas, las vacunas o los transgénicos, y por no faltar, hay incluso los que sienten pánico por el wifi. Se trata de una oposición global y visceral hacia la ciencia y sus productos, basada en la opinión de que las industrias (sobre todo farmacéuticas) acumulan un gran poder y tienen unos intereses mercantiles incompatibles con el respeto a la vida en general y a la vida humana en particular.

Sería absurdo negar que las empresas tienen intereses y que esperan obtener beneficios de sus inversiones. ¿Y quién no?  El cinismo se encuentra en creer que los intereses son lo único que hay y que todo se mueve por el interés (tesis que además se puede adornar recurriendo a autoridades académicas como Michel Foucault). Según esta forma de relativismo, los intereses y las luchas de poder agotan la explicación de la realidad.

Sin embargo, los intereses acaban allí donde empiezan los hechos, y la ciencia tiene el método para ampliar el número de hechos y ponerlos a disposición del progreso humano. Se dirá que hay fraudes y errores también en la ciencia, pero las aduanas y controles que constituyen el método científico convierten esta actividad en la fiscalización más precisa de las creencias de que disponemos hasta la fecha, ya sea al contrastar las hipótesis con la realidad, o bien la transparencia que permite que los experimentos sean reproducibles. La industria farmacéutica y de los transgénicos se asienta sobre esta maquinaria de la verdad construida por el ser humano y concebida para mitigar el dolor y el sufrimiento, y que tiene la pretensión de robarle tanto terreno a la muerte como sea posible.

Las creencias falsas constituyen un océano en el que nadan algunos peces que constituyen los hechos. Y la ciencia proporciona los mejores instrumentos para su pesca. Richard Dawinks resume muy bien este espíritu cuando aconseja a su hija: «Y la próxima vez que alguien te diga que una cosa es verdad, prueba a preguntarle: “¿Qué pruebas existen de ello?” Y si no pueden darte una respuesta, espero que te lo pienses muy bien antes de creer una sola palabra de lo que te digan».

¿Supone ser intolerante defender las creencias verdaderas y atacar las creencias falsas y perjudiciales? ¿La renuncia a la reflexión es el sacrificio que hay que hacer en beneficio de la tolerancia y en definitiva de la democracia?  Es más, ¿en el aula se puede exponer cualquier idea? ¿Toda idea es defendible? ¿Tienen que recibir las creencias verdaderas y las falsas el mismo tratamiento desde la imparcialidad?

No todas las creencias merecen el mismo trato. Hay que jerarquizarlas, sopesarlas y clasificarlas, y señalar las falsas y dar las razones. Cuando la tolerancia se identifica con abrazar el relativismo, estamos debilitando nuestra democracia, erosionamos la convivencia y dinamitamos el progreso. Someter a  escrutinio las ideas, creencias e hipótesis que manejamos en nuestra vida cotidiana es una obligación moral, un imperativo como ciudadanos. Y por la posición que ocupan maestros y profesores, esta actitud tendría que constituir la esencia de su ejercicio laboral. “¿y en qué me baso para creer esto?” tendría que ser una máxima aplicada a todas las creencias (desde el pacifismo hasta el cambio climático). Agarrarse a una ideología constituye en realidad el naufragio del pensamiento.

Hay que exigir la tolerancia respecto a la expresión de las ideas sin renunciar al combate de las ideas erróneas (renuncia que se expresa por ejemplo cuando un profesor respeta la opción de los padres que deciden no vacunar a sus hijos, sin tener en cuenta que se expone a estos niños y a sus compañeros a enfermedades que pueden ser mortales).

Tengo la convicción de que las creencias falsas son un lastre para el progreso humano. Mientras que las creencias falsas jamás han permitido que vuelen aviones, las creencias verdaderas nos han llevado a la Luna. En las creencias verdaderas se encuentra el triunfo sobre la enfermedad y sobre los desmanes y limitaciones de la naturaleza; en las erróneas, solo encontramos pobreza y muerte. La historia humana ha sido un progresivo y constante arrinconamiento de las ideas erróneas.

En la plaza pública conviven tanto ideas verdaderas como falsas, y pienso que la tarea del profesor ha de consistir en proveer a los alumnos del instrumental conceptual y argumentativo para saber defenderse por sí mismos del desorden y caos de ideas a las que están expuestos desde su nacimiento. Digo la tarea del profesor, pero pienso más concretamente en la tarea del profesor de filosofía, en donde con mayor claridad recae la responsabilidad de enseñar a pensar a los alumnos, y de proporcionarles las herramientas para que piensen de forma crítica y responsable (lo que implica, entre otras cosas, que no se les aplauda cuando deciden incendiar las calles por reclamar calefacción). En la tarea de dar las herramientas para combatir las creencias falsas se justifica la existencia de una asignatura como esta en el bachillerato.

¿La filosofía es la homeopatía del pensamiento? Así lo afirma el siempre estimulante periodista Cristian campos en su blog El Pandemonium.  Campos denuncia la irrelevancia, incluso el efecto placebo, de creer que se está pensando, cuando en realidad se están haciendo malabarismos en el aire. Al renunciar al pensamiento crítico, y si rechazamos proporcionar a los alumnos las herramientas para combatir creencias falsas en aras de una tolerancia mal entendida, los estamos abandonándolos en su infantilismo (que se expresa a menudo con el impulso de destruir y llevarse por delante todo lo que se encuentre a su paso). Si queremos una sociedad formada por ciudadanos adultos que contribuyan a incrementar el bienestar de todos, el instrumento de la crítica es indispensable.

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